Por: Dra. Marcia Castillo
En el 1511 Miguel Ángel dibujó uno de los frescos más emblemáticos de su vastísima obra: La creación. En ella alude a ese momento del génesis dónde inicia todo, el principio del hombre y del tiempo según la religión judeocristiana, allí coloca al creador infundiendo vida, hálito y pneuma a Adam, el primer hombre de todos de los hombres.
Adán o Adam en hebreo significa “tierra” aunque en algunas traducciones protosemitas lo relacionan con las palabras “persona” o “sangre”. Bien sea de tierra o de sangre hay un vínculo unívoco y atemporal entre estos vocablos. El hombre que es polvo y volverá al polvo, pero también es de sangre, ser que ha de recibir la tierra, pero también la vida.
En la obra del florentino, tanto el creador como el creado tienen formas perfectamente antropomórficas. En el caso del primero, observamos un rostro adusto y en el caso del segundo hay sosiego y relajación. Al igual que Nietzsche, Miguel Ángel pensó a Dios a la imagen y semejanza del hombre. Hombres ambos, así se rozan, pero no se tocan. Algunos eruditos han dicho que esa brecha y la falange encogida de Adam es una representación del libre albedrío: “yo como tu hacedor estoy aquí, pero es tu elección comulgar conmigo y mis designios, puedes tocarme pero depende de ti, creado por mi (imagos dei), hecho a mi semejanza pero en esa brizna de libertad hay un atisbo de maniqueísmo, así que es tu decisión”.
Es interesante la propuesta de aquellos que defienden la falange encogida de Adam y su postura ambivalente, porque según algunos doctores de la iglesia no estamos hechos a la imagen de Dios (imagos dei), sino que nos hemos desprendido de la mente de Dios (mens dei). El creador se sustrajo por amor para crear al creado para que el diera un paso en esa creación conjunta. Fue Hegel quien dijo que todos somos cocreadores del universo; en el hombre no culmina la obra de Dios, sino que se continúa. En nuestros dedos también tenemos un poco de esa chispa creadora que da vida, esencia y seguimiento al otro en la alteridad.
Del otro que también soy yo
La falange del hombre es la continuidad de la falange de Dios, sangre, tierra y vida, precisamente en estos tiempos en donde los hombres se miden por su sangre y por su tierra, por sus dominios y sus tenencias, todos tenemos que extender el dedo y llevar ese toque universal y sempiterno que nos hace una cadena y vuelve a redefinir la atomización de la sociedad postmoderna, tocar, mirar y volver a recordar que hay alguien que necesita ser mirado y que lo tomen de la mano.
El autor de Los hijos de los días, el gran E. Galeano, en su cuento Noche buena, narra la historia de Fernando Silva, director de un pequeño hospital en vísperas de Navidad, el cual se había quedado trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo un último recorrido por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían, unos pasos de algodón, se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedía permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
–Decile a… –susurró el niño– decile a alguien, que yo estoy aquí.
¿Aún es posible deconstruir y reconstruir el mundo de nuevo y dar un paso más en esa creación conjunta como lo explica Hegel? Extender nuestra falange y decirle a cualquiera en cualquier rincón del mundo: “Tranquilo, yo estoy aquí”. ¿Aún será posible?