Por Dra. Marcia Castillo (neuróloga)
Los que han visto la película Invictus, más allá del drama psicosocial y las posibles incongruencias históricas que pudiera tener este filme, recordarán sin duda cómo un magnánimo Morgan Freeman, interpretando a Mandela en la cárcel, recitaba día tras día este maravilloso poema que tenía escrito en un trozo de papel mientras estuvo encarcelado en la prisión de Robben Island. Estas palabras le daban alas y lo transmutaban más allá de los barrotes. ¿Verdad o mentira? ¿Qué importa? Los versos lo mantuvieron libre e inconquistable durante los veintisiete años que estuvo encarcelado.
En la noche que me envuelve,
negra como un pozo de polo a polo,
doy gracias a los dioses, cualesquiera que sean,
por mi espíritu indomable.
El autor de este poema, contrario a lo que muchos creen, no fue “Alma Grande” sino William Ernest Henley, un autor del que conocí su vida y obra gracias a la película. Lo cierto es que muy a menudo los grandes hombres admiran a otros grandes hombres sin importar su credo o su investidura si su lucha es justa. Mandela consideraba estas palabras un salvoconducto para sentirse libre. Pero ahora imagina un niño de doce años que tiene tuberculosis en sus huesos y aun así elige ser un periodista tenaz y prolífico, encarando el dolor, los múltiples tratamientos y encima de eso elige ver la vida con belleza. Henley fue sometido a varios procedimientos, pero nada lo detuvo o lo privó de su libertad, y la noche que lo hospitalizaron para finalmente amputarle la pierna corroída por el mal de Pott, escribió “invencible”.
En las garras de la circunstancia
no he pestañeado ni llorado a gritos.
Bajo los golpes del azar
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Henley no se amilanaba ante su limitación; fue una figura luminosa e iluminada. Su persona fue una inspiración para uno de los más grandes escritores. Él fue Long John Silver, el inolvidable pirata con pata de palo de La isla del tesoro, de Stevenson. Bueno, para ajustarnos a la verdad, diremos que su figura inspiró al bucanero de ficción más famoso de la historia de la literatura universal.
Más allá de este lugar de ira y lágrimas
yace la inminente amenaza de la sombra,
y aún así, la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará sin temor.
Libre…
Lo que nos hace esclavos es el miedo, no los barrotes. Lo que nos enjaula no son las cárceles sino nuestra angostura al darnos y recibir. Preso escribió Cervantes la primera parte del Quijote, sordo legó Beethoven las patrias universales de la música, y ciegos escribieron Borges y Homero obras que han trascendido en la historia universal. Lo que nos aprisiona, como decía Gramsci (que pasó treinta años en las cárceles terribles de la ignominia del fascismo), es “la indiferencia, que es el peso muerto de la historia.” Indiferencia y miedo caminan de la mano como siamesas mal gestadas, pero con un cordón umbilical que es más una cadena que las mantiene indefectiblemente presas. Porque esas cárceles nada tienen que ver con barrotes, como aquel pájaro que solo sabía vivir en su jaula, y lo liberan, pero al otro día sigue allí tembloroso e inmóvil, preso y paralizado ante tanta libertad.
Nuestro poeta continuó su trabajo periodístico con una prótesis durante 30 años. En la última estrofa, cierra con una declaración tan rotunda como bella de cómo se puede alzar el espíritu humano.
No importa lo estrecha que sea la puerta
cuán llena de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino,
soy el capitán de mi alma.