“La literatura es un acto de fe”. Desde que le oí esa frase, muchos años ha, a mi padre literario, Eduardo Heras León, seguramente en algunas de sus inimitables charlas, la he hecho mía y me ha acompañado como un mantra. Así he visto siempre a la literatura, esa magia que nos convierte en dioses, y con ese espíritu, y con la frase en mente, abordo la lectura de los libros que el universo literario y mi propia pasión ponen en mi camino constantemente.
Así, luego de un encuentro magnífico con el escritor y premio nacional de Literatura José Alcántara Almánzar —donde hablamos largo y tendido sobre esos “actos de fe”, y donde nos nació la certeza de una amistad sincera, edificada sobre la comunión instantánea de almas que miran el mundo y la belleza de forma parecida—, llegó a mis manos el libro que comento hoy.
En esa cita nos obsequiemos, ¡qué mejor!, libros: yo le regalé varios títulos publicados por mi editorial, Río de Oro Editores; y él varios ejemplares de la exquisita colección del Banco Central. Entre ellos me llamó la atención, por su hermosa cubierta (la recreación pictórica de una pareja desnuda, de manos entrelazadas, en evidentes lides amatorias), uno titulado El amor todos los días, de Ida Hernández Caamaño. Como hacedor de libros que soy, pensé enseguida que la elección del título y la obra de cubierta había sido atinada, pues se complementaban de manera excelente. Decidí también que sería el primero que leería.
Luego supe otras cosas: que la pintura se llamaba Perdón, un óleo sobre lienzo del destacado pintor dominicano Fernando Ureña Rib; que la autora del libro era la esposa de mi anfitrión y que la mayoría de los textos que conformaban El amor todos los días habían sido publicados en las revistas Ysabela y Mujer única, en la década del 90.
Ya abocado a su lectura, descubrí que el volumen reúne 16 relatos que narran, sin estridencias, diferentes historias que giran en torno al amor, la pasión, el enamoramiento, el desamor… Con una prosa sencilla y emotiva, la autora nos presenta interesantes tramas, y personajes inmersos en la aventura más difícil de todas: la vida. Por lo general, en tal aventura, Hernández Caamaño se concentra en los puntos de inflexión que provoca el sentimiento mayor en la existencia de todos, y que, a veces, es capaz de arrasar con la existencia con el mismo impulso que puede redimirla.
Aquí no hay épica, salvo la que nace de la propia vida, una que es más que suficiente para mostrar completos a los seres humanos, pues, en ocasiones, cegados por esos mundos complejos de autores clásicos que quieren aprisionar todo el universo en sus letras, y que, en las condiciones actuales, solo son leídos por una élite cada vez más pequeña, nos olvidamos que en lo aparentemente sencillo o natural, también habita lo eterno.
El drama de una chica de campo, embarazada y abandonada a su suerte, puede representar, y representa, con toda dignidad, algo más grande que ella misma, y que atañe a todo el género. Nos olvidamos, a veces, que la inmensa mayoría de los seres humanos no se detiene a pensar su existencia, porque está demasiado ocupada viviéndola. Mostrarlos en su grandeza y su sencillez, atribulados por las cuitas de amor y penas derivadas, es demasiado humano para querer disminuirlo.
Los denostadores de este tipo de historias y temáticas, que las califican peyorativamente como “literatura del corazón”, soslayan una verdad tan grande como un templo: esta literatura es increíblemente exitosa, consumida por las grandes masas, y no necesita competir con nadie; menos si se intenta, como lo hace y logra con éxito en su libro, Ida Hernández, romper con la mayoría de los clichés que suelen ser el blanco de los disparos críticos.
Aquí no hay supermachos irresistibles ni rubitas fatuas. Todo lo contrario. La personajes son profundos, complejos, y han sido trabajados y delineados incluso con delectación. En todos ellos habitan y asoman los demonios y ángeles de los que estamos hechos; y sus conflictos son cercanos, creíbles, emotivos, humanos… Estos pudiéramos ser nosotros o cualquiera de nuestros conocidos. El amor, como la muerte, es democrático, y no repara en dignidades, ni géneros, ni títulos, ni clases.
La mayoría de las historias de El amor todos los días tienen también un valor añadido, y es que cuando creemos saber cómo van a terminar, nos sorprenden de pronto con un cambio de giro que nos saca una sonrisa o nos pone a pensar, pues si bien tal final podría ser una de las variables, nada apuntaba a él. Quizá, el caso extremo es el cuento Extravío, donde el personaje, que ha descendido al fondo de su sima existencial, donde creemos que se quedará, retoma de pronto el hilo y el equilibrio de su vida, e incluso logra su sueño: tener un hijo. Otros finales, más planos, dan la sensación de que ha faltado algo, pero acaso se trata de que lo completemos con nuestra propia imaginación. A fin de cuentas, la vida nunca es plena, ni cerrada sobre sí misma, sino inconmensurable, impredecible e inaudita.
El amor todos los días es, en definitiva, un libro querible y disfrutable, escrito con racionalidad y emoción, una especie de fresco que nos ayuda a comprender mejor las profundas pulsiones que provoca el amor en nuestras vidas, pero, sobre todo, a reconocernos en él, y por él, como seres capaces de amar y ser amados.