Palabras de presentación del libro “El pesador de palabras”, del escritor José. M. Fernández Pequeño, lanzado oficialmente este 28 de noviembre en el Centro Cultural de España, en Santo Domingo.
Por Alberto Garrido
Según se ha analizado, una partícula de luz pesa al menos 9.52 x 10 a la -46 kilogramos. La luz es una onda electromagnética, pero también es un flujo corpuscular. Tiene peso. Y si pesa la luz, ¡cuánto más las palabras! Antes de entrar en una digresión necesaria sobre la amistad, diré que El pesador de palabras, es el mejor libro de cuentos de José Fernández Pequeño, escritor cubano-dominicano con una vasta obra en los territorios del cuento, la novela y el ensayo. Divertido para quienes lo lean en serio; muy serio, casi denso, para quienes intenten solo descubrir la levedad del ingenio, que es apenas el primer escalón del talento.
Si para Wittgenstein, el lenguaje y el mundo son partes inseparables, para Pequeño, el lenguaje supera al mundo, porque puede contener todos los mundos posibles y, aún más, puede crearlos. Podemos perdonar las limitaciones del filósofo porque sabemos que este nunca reflexionó sobre la vida y la muerte sentado en un colmadón con un fondo de bachata, experiencia en la que Pequeño se graduó summa cum laude y debería recibir un doctorado honoris causa.
Conocí a Pequeño hace siglos. Yo estaba, creo, en la secundaria, y mi hermano Guido llevó a casa un ejemplar de la revista Santiago. Le eché el ojo y vi entre sus artículos una foto que rememoraba la obra teatral de Dagoberto Gaínza, De cómo Santiago apóstol puso los pies sobre la tierra, un Santiago apóstol más parecido al original que el actor que lo representaba en el Cabildo Teatral Santiago: como sospecharán, el de la foto no era otro que Pequeño entrando, sobre un caballo decricajado, más parecido al Rocinante que al Babieca del Cid Campeador, que defecó todo el proscenio del teatro de la universidad de Oriente. De esos equívocos vitales está hecha también la literatura del Peque.

Alberto Garrido y José Manuel Fernández Pequeño (escritores cubanos)
Después nos vimos por ahí, por esas calles que siempre dan al Tivolí, al mar y a mis recuerdos. Sé que ayudó a algunos amigos en momentos difíciles. Por ejemplo, cuando metieron preso al poeta León Estrada por algo que ya no sé. Y sobre todo, su sonrisa cuando me dijo que un cuento mío, que el jurado no tuvo los timbales de premiar, era el mejor que se había presentado al concurso.
Me habían desterrado al servicio social en otra provincia y cuando volvía a Santiago lo vi alguna vez en la Casa del Caribe, o en la Fiesta del Fuego, pero fueron pocas veces. Seguro andaba con Joel James por esos montes, llenándose de palabras, que son la vida que el escritor les roba a las historias de los otros.
Luego, nos perdimos el rumbo. Nos volvimos a encontrar en Santo Domingo en el 2005, en su casa. Fue un día feliz. Verlo, sentir la libertad con la que hablaba, también me ayudaron a decidir mi exilio, mi propia libertad. Ese año puse en sus manos una memoria USB con una novela mía, El círculo de los infieles. La imprimió, y después de encuadernarla, fue hasta Casa de Teatro y allí dijo: Vengo a entregarles el premio de novela. Y así fue.
Al llegar a la libertad, lo volví a ver en un Lamborguini (sí, Pequeño había sustituido el caballo esquilmado por un flamante Lamborguini), comimos en Adrian Tropical mi segunda comida decente en años (un mero al ajillo, una gloria comestible) y nos pusimos al día. Como buenos escritores, no hablamos de literatura, sino de política, deportes y mujeres (por supuesto, de las nuestras). Y desaparecimos de nuevo. Yo en San Cristóbal, él en Miami.
A veces me encontraba con algún exestudiante suyo que me contaba historias de Pequeño. Por ejemplo, la vez que Pequeño despreció a Jennifer López y su seducción desalmada. Si quieren saberlo, que sea él quien lo cuente. Estoy seguro de que responderá como uno de sus personajes de este libro: “Joven, si usted fue mi alumno, debe saber que hago muchas anécdotas en clase, pero todas son falsas, historias inventadas para hacerme entender…”. Nos leíamos, eso sí, y compartimos las mismas historias y las mismas bromas, una y otra vez, como hacen los verdaderos amigos.
Pero no he sido invitado a hablar de nuestra amistad, sino de su último libro, el volumen de cuentos El pesador de palabras, que agrupa 17 textos (en realidad son 13, si leemos como se debería leer la segunda parte, como un solo texto).
No podría comenzar mejor que con el espléndido microrrelato Devoraciones. No es un ejercicio habitual en Pequeño visitar las vecindades de los cuentos breves, pero aquí deberían asomarse tantos cultores al pelo de esta forma genérica para tomar apuntes de cómo se deben escribir. La ironía finísima, el lenguaje que en su aparente trivialidad consigue la mayor parodia generacional del esnobismo, la egolatría y la pérdida de la intimidad a la que se ha llegado en este mundo loco, loco, loco. Y sobre todo, el salto del nivel de realidad, la aceptación de lo fantástico como territorial ideal para pesar las palabras, para hacer buena literatura.
Curiosamente, cosas que solo Dios sabe, en el mismo momento en que él escribía este texto yo también garabateaba un cuento que me costó 15 años y dos cuartillas realizar: ambos, los cuentos y los autores, nos vimos deslumbrados por dos versiones muy breves, caníbales ambas y desde el espejo de Carroll, dos ironías contra el narcisismo y el hambre de la aldea global. Nos sorprendió compartir estas historias que parecían dos cuartos de una misma casa: la de la literatura.
Luego, el diálogo nunca se da entre el ciego, Cristóbal, y todo el pueblo (un pueblo dominicano que puede ser cualquier pueblo del tercer mundo). Solo lo arma el lector como voyerista de las intimidades de los personajes, como director de la orquesta de estas absurdas y deliciosas polifonías.
Sabemos, como lo dijo Eliseo Diego, que el oficio del poeta es adánico: nombrar las cosas. Las palabras tienen el poder de crear y destruir todos los mundos. En el cuento Dicho de otras palabras, que disfruté desde sus primeras versiones, las palabras (no el Ciego ni Cristóbal, ni la doña qué da la voz, son las palabras las que llegan del mar para conquistar el pueblo, para formar la verdadera historia, esa que nunca será contada. Cito: “Y fue entonces que el vagabundo dijo detrás de nosotros tienen que venir cuando no haya luz, las palabras hablan, pero nada más de noche”.
Aquí, en el terreno de lo mágico, es donde Pequeño traza sus mejores coordenadas.

“¿Sacarlas del agua? Qué va, ¿usted cree que la gente no trataba de tocarlas? Pero las palabras se deshacían en cuanto alguien les acercaba una mano”.
En el estilo de Pequeño, a diferencia de Borges, quien solía inclinarse a lo trascendente en el tratamiento de lo extraordinario, el animismo suele pasar de lo maravilloso a lo paródico, más cercano a Monterroso que al mejor Cortázar, precisamente el de sus cuentos. Este cuento lo ilustra de forma ejemplar: el desorden que trae al pueblo este descubrimiento no es de índole borgeano sino rabelesiano, rocambolesco. No puedo contarlo sin destapar spoilers que destruirían la magia del relato. Pero sí quiero subrayar que lo hace bien. De este modo, el aspecto social y crítico de sus relatos se despega del realismo a ras de suelo, de la denuncia periodística que tanto bien le ha hecho al mundo, pero tanto mal a la literatura. Y otras veces, como ocurre en Un cuento como ese, el camino es exactamente el contrario, de lo paródico a lo trágico, de la impertinencia trivial de un zancudo hasta el cuerpo inerte de Nataly.
Las palabras son, al mismo tiempo, la presa y el lobo del escritor. En su fascinación de Sísifo, asciendo la cuesta hacia el pináculo, sin alcanzarlo. Para Pequeño un lenguaje es un conglomerado de juegos, y el significado de una palabra equivale a preguntar cómo se usa. Dichos usos son multiformes, y sus reglas están determinadas por lo que cada uno de los personajes ha aprendido y exhiben en sus formas de vida.
Como vemos, la transgresión es el negocio literario de Pequeño, pasar de lo dramático a la comedia, de lo real a lo fantástico, de Cuba —o mejor dicho del Caribe— al mundo, de los vivos a los muertos. Esto me hace recordar, ya que escribo de memoria, después de haber leído en Culpas del tiempo, otro texto muy breve, cómo la culpa, el tiempo y el mundo de los espíritus se junta para otro ejemplo de concesión narrativa. Y me hace pensar en cómo transgrede la propia seriedad del título del libro El pesador de palabras con una cuarta parte titulada, bajo la duda cartesiano, ¿Y de verdad tienen peso? Ser un jodedor en vida y arte, sobre todo en arte, debería ser la herencia fundamental por la que debe ser recordado Pepe.
De El arma mortal, solo extenderé mi invitación a que lean uno de los mejores cuentos del volumen, y solo diré que tiene uno de los mejores comienzos que he leído en los últimos años. Leer. P. 41.
Para Mujica, una casa era el protagonista, el narrador de la historia. En El pesador… el rol protagónico lo tienen, por supuesto, las palabras. En este libro hay palabras que destruyen el orden de un país, que devoran a un personaje, que cortan el cuello de otro, que se aferran a que un hombre normal, que arregla las lajas de su entrada en el condominio antes de que llegue la hora de ir o ir(se). Palabras que se combinan para cambiar el destino de una persona. Palabras que son revisadas desde adentro del hombre en su sentido ontológico. Palabras que levitan en el texto y se hunden como un cuchillo o una herida en la memoria al terminar de leer estas páginas. Palabras cubanas, dominicanas, caribeñas, hispanos, universales.
La segunda parte (Roma al revés) es, posiblemente, un relato que debería aparecer en las mejores antologías de la literatura erótica. El doble sentido es sutil, elegante, dúctil, sinestésico. Es mi texto favorito del conjunto y, por consiguiente, puedo lanzar algunas exigencias como lector. No le encuentro sentido a dividir cada día del cuento en página aparte y no me convencerán ni el autor ni sus editores. No son microrrelatos, sino porciones de un rompecabezas que se arma en torno a la teoría de pintar o de formar el revés de Roma. Se tenía que decir, y se dijo.
La tercera parte (Olivia, líneas para una novela bonsai) trae otras armas secretas. Descubre un universo muy querido por su autor (el del espiritismo), pero el contrapunteo que se da entre los personajes necesita a mi entender más de lo que el título expresa, dejar el terreno bonsai del cuento y sumergirse en la novela. Muchos párrafos que se expresan como resúmenes deberían ser escenas. Le propongo, casi le exijo a esta lectura, más carne, es decir, muchas más páginas en las que ardan estos personajes y las personas cuyos nombres y vidas conocemos detrás de estas páginas.
La última parte está formada por cinco cuentos que indagan en otros abismos. Me gustan todos, sin que eso presuma un criterio de valor superior al resto del volumen. Mi favorito es, tal vez, Fantasmas, por la morosidad con la que construye un relato que solo en la última línea cruza el terreno de lo real para instalarse en lo fantástico, lo que nos obliga a una relectura completa a partir de ese final sorprendente. Me sorprende, además que detrás de sus diálogos y descripciones, en las que Pequeño galopa con exquisita concisión y dominio formal, siempre persistan preguntas que ni el autor ni los lectores pueden responder: queda la vida como misterio, y la literatura como el espejo donde ese misterio se duplica y se refracta de manera infinita, la tesis del último cuento, que es todo un ensayo sobre las palabras y sus pesos pesados de la literatura.
Creo que esta palabra, misterio, es la más importante para definir la obra de Pequeño en sus últimos y mejores libros. Cito un ejemplo, un párrafo memorable por el cual valdría la pena comprar todo el libro:
“La hora del café (uno)
Mi madre cubre las paredes del pozuelo con ambas manos y siento el calor en mis palmas. Es una presencia firme, bien localizada, más real que el olor del café, más contundente que la imagen del líquido cayendo desde la punta de la manga, aunque no tanto como las lágrimas ya lloradas y que mi madre pretende ocultar. El niño que soy lo sabe. No debo mencionar a papá ni hacer preguntas, en este momento un solo porqué sería irremediable. Sentada en el taburete que fue del abuelo, ella me mira con expresión de paz, conforme al parecer con que sus manos alcancen a cobijar el calor del pozuelo. Todo es más difícil para mí. No reconozco algún dolor, aunque intuyo que debería, y atravieso la ventana con una mirada ya vieja, buscando las hojas de la parra entre las que asoman los primeros racimos de uvas pequeñísimas, y mientras mi madre declara: Si el café no tiñe la taza, entonces no es café”.
En ese misterio, en esa nube sobre la acera de enfrente que nos envuelve al terminar la lectura, permanecen personas conocidas: una madre que es todas las madres, Jorge Luis, Joel James, Repilado, Sindo, Karenia, Bladimir Zamora, Lezama, Carpentier, tantos vivos, que acompañan a los personajes, que se suman y les invitan a ustedes, como yo, a leer este libro fundamental de una literatura que pertenece a todas las orillas, a perder el sueño, a quedarnos despiertos cuando pesemos las últimas palabras. Muchas gracias.

José. M. Fernández Pequeño. (Bayamo, 1953). Ha vivido en Cuba, República Dominicana y
Miami. El pesador de palabras es su octava colección de relatos y su último intento (por ahora)
de asediar lo sutil narrativo, un trayecto de medio siglo durante el cual ha sido además maestro,
editor y gestor cultural. Más que atenerse a las huellas de ese andar (instituciones fundadas,
libros publicados, premios obtenidos, etc.), el autor prefiere concebirlo como un mapa soñado
para no-indicar, donde habitan también el Fernández Pequeño crítico (Cuba, la literatura policial
entre el querer y el poder, 1994), ensayista (En el espíritu de las islas, 2003), escritor para niños
(Bredo, el pez, 2017) y novelista (Tantas razones para odiar a Emilia, 2021).
![]()



















