Por José Arias
Sigo aquí en la ciudad colapsada. Los atracos grupales en las esquinas del centro y la periferia, la brutal congestión vehicular. La sensación de que vivimos en la punta de una tabla de surf sin saber surfear, con las olas estallando nuestras vidas contra los acantilados de la anomia y la ineptitud.
Todos con la mirada retorcida y esquiva para aquellos “diferentes” a nosotros. Sí, reburujaos, pero no somos iguales. Ponte pá tu pueto cucaracha pá tu seto.
Las escenas de los colmados. Maldito haitiano acaba de pedi, coño, saco e sal. El mismo abuso y desprecio para el delivery que pide su día libre ¡ya ya, sí, acaba de lleva la vaina esa y cuando tu venga hablamo del jodío día libre, dale! ¡Muévete!
La señora del yipetón Tahoe que pide la empanada de huevo y queso y porque el muchacho que soba y soba harina no le cobra rápido le lanza los 50 pesos al asfalto. Buen perro, atiende tu negocio. La urbe transformada en un merengue en desuso, mal tocao, vacío y sin letras. Una vaina grande y amorfa que camina con patas de barro y pezuñas puntiagudas y viscosas. Con uñas rojas como los cueros malos de la bolita del mundo.