El pasado 4 de julio, en el Centro Cultural de España, tuvo lugar una magnífica actividad literaria titulada Dos autores, dos islas, mil historias, en la que se pusieron en circulación los libros más recientes de dos destacados escritores cubanos radicados en República Dominicana: Alejandro Aguilar y Alberto Garrido.
Se presentaron el poemario Salitre, publicado por Isla Negra Editores, y la novela La leve gracia de los desnudos, editada por Río de Oro Editores. Esta última editorial fungió como anfitriona de la noche, representada por su presidente, Rafael J. Rodríguez Pérez, y acompañada de un excelente público que embelleció aún más la velada.
Ambos autores escribieron textos para presentar la obra del otro, los cuales compartimos a continuación en este espacio:
Salitre, de Alejandro Aguilar
Por Alberto Garrido
No es raro encontrar que grandes autores comenzaron a escribir sus obras memorables después de los cincuenta años: Cervantes y su Quijote, Saramago y su Ensayo sobre la ceguera, Frank McCourt con Las cenizas de Ángela; Soler Puig y El pan dormido. Lo difícil es encontrar entre estos nombres a poetas. Alguien dijo que la poesía era cosa de jóvenes. Alejandro Aguilar ha venido a desmentirlo. Sus últimos libros publicados son todos poemarios: Tregua, Inutilidad de los botes y Salitre. Y si en el narrador pudimos hallar al voyerista que se asomaba a las habitaciones privadas de los otros, el poeta siempre es un kamikaze que se inflige heridas de las que salen palabras.
Conocí al narrador hace unos treinta años, en uno de esos encuentros que nos dieron lucidez literaria y sentido generacional. Para decirlo como en uno de los mejores relatos de América Latina, Los cachorros: “ya éramos disruptivos y compartían novias y libros, y escribíamos contra todas las guerras y se rebelaban contra el poder, la más alta forma de mentira y violencia, y éramos censurados y no imaginaban que elegirían el exilio en lugares como Filadelfia, Tampa, Miami, Madrid, Berlín, el DF o Santo Domingo”. En esos días que no volverán tuve dos privilegios: premiar su segundo libro de cuentos y editarlo, una edición que se desmoronó bajo el peso de la maldición del agua por todas partes y un período gris que se fue haciendo negro sobre las cocinas y las casas de cada cubano.
Luego perdimos la brújula. Y nos volvimos a encontrar cuando ya él había publicado cinco novelas y estaba preparando su ensayo Marianela Boán: la danza. Nos reencontramos en Facebook, ese sitio donde se destruyen las relaciones por rabias políticas y se reencuentran los viejos amigos. Cuento una curiosidad: compartíamos saludos, felicitaciones, abrazos, sin sospechar, sin decirnos que ambos, desde el 2009, vivíamos en República Dominicana, esta isla magnífica que nos ha adoptado. El reencuentro, en el 2015, no pudo ser en otro lugar que a unos pasos de aquí, en Casa de Teatro. Poco tiempo después fue el ángel —un ángel que por ratos olía a whisky y a salitre— quien me abrió las puertas a la UNPHU. Desde entonces, solo puedo hablar de una amistad a prueba de balas, y de misiles literarios cruzados de un piso a otro del edificio 4. Así, puedo enorgullecerme, después de su esposa y musa, Marianela Boán, la diva de la danza contemporánea latinoamericana, de ser el primer lector de estos textos poéticos que hoy les presento bajo un título magnífico: Salitre.
Tres bondades ineludibles tiene este libro, y las diré en orden ascendente de importancia: la primera, la edición a cargo de Isla Negra, el diseño gráfico y de cubierta de José María Seibó (miren qué espléndida cubierta). La segunda, la traducción de más de una docena de poemas de Alejandro, hecha por el premio Pulitzer Forrest Gander, de la que se deriva un intercambio de notas de correos electrónicos cruzados entre autor y traductor, que le añade una riqueza especial (especialmente cuando Forrest intenta responder en español). La tercera, el libro en sí mismo como objeto, cada poema que echa todos los fuegos al fuego: casi treinta años de diálogo con la escritura.
Son inventarios de hallazgos y pérdidas. Son mapas de islas y ciudades que rearman como un puzle toda el agua vivida. El mar es un leitmotiv de ese camino-viaje. Sus oleajes dejan en la playa vidas erosionadas: las del padre, la madre, el hermano, los amigos como retratos íntimos, como fotos rasgadas a las que debemos añadir nuestras propias historias. En la cresta de otras olas, la danza infinita, los demiurgos de la amada. En el fondo, los naufragios de un país en ruinas.
Todo esto, escrito con prodigiosa síntesis (a veces como la mejor virtud, cuando la ola no amenaza, pero golpea linde por linde y nos arrastra hasta el fondo; a veces, pocas veces, como un vicio, cuando solo es el rumor verdoso que no se atreve al hundimiento). El poeta sabe que su oficio no es ordenar el caos, sino sondear, interrogarse siempre. Y aquí aparecen las grandes preguntas y la advertencia de un mundo desconocido que comienza. Al final, nos deja a un hombre frente al mar y el jazz, ante las ciudades y pueblos que se suceden y la rara permanencia del amor, ante la belleza o el horror de las pequeñas cosas. Y nos vemos en él, desnudos y distintos, como en un espejo de infinitos rostros.

Alejandro Aguilar y Alberto Garrido
La leve gracia de los desnudos, de Alberto Garrido
Por Alejandro Aguilar
Solo ocho años más joven que yo, pero unos ocho años más viejo considerando su tiempo en los quehaceres literarios, nos lleva al cero, si la poca matemática que aprendí no me engaña. Alberto es un amigo entrañable, un gran escritor y mi colega en la universidad. Por más datos, es licenciado en Educación en Literatura y Español, y tiene una maestría en Estudios Socioculturales, además de ser graduado de Capellanía por la Universidad Teológica de Puerto Rico.
Lo que más nos interesa hoy es conocer y admirar su obra y sus palmarés, entre los que destacan los premios internacionales Casa de Teatro de Poesía (La hora de despertarnos juntos) y de Cuento (La noche en la pared), 2015; el Premio Internacional Casa de Teatro de Novela (El círculo de los infieles), 2005; y el Premio Internacional de Cuento Casa de las Américas (El muro de las lamentaciones), 1999.
Entre sus libros de poesía: La hora de despertarnos juntos (República Dominicana, 2016), Carnes de mi carne (Cuba, 2016), Morir sin los ángeles (Cuba, 2001) y El leopardo en la casa de Dios. Entre sus libros de cuento: La noche en la pared (República Dominicana, 2016) y El muro de las lamentaciones (Cuba, 2000). Las novelas: El círculo de los infieles (República Dominicana, 2006; Cuba, 2007 y 2009; España, 2016) y La leve gracia de los desnudos (Cuba, 2000, ahora reeditada por Río de Oro, en Santo Domingo, 2025). También ha trabajado el ensayo, como es el caso de Tres mundos narrativos alucinantes (Cuba, 2002). Y como escritor de literatura cristiana ha publicado varios títulos, entre ellos: La verdadera lucha del creyente (2017) y La gloria de la cruz (2018), ambos publicados en Ilíada Ediciones.
Esta noche les hablaré, tratando de no contar quién es el asesino, sobre La leve gracia de los desnudos:
Esta obra nos muestra cómo la vida más sórdida y oscura puede cernirse sobre tu persona del modo más abrasivo y natural, cuando todo a tu alrededor —seres, sociedad, país, universo…— parece desmoronarse, dejar de funcionar, retrotraerse hacia los abismos de épocas remotas. Un mundo oscuro, imposible de rescatar, de resucitar, a pesar de las obsesivas pinceladas del pintor, que ya no tiene posibilidad de salvar nada ni a nadie, ni siquiera a sí mismo.
Esta historia parece ser la de un sitio oscuro, un micromundo que se ha estrellado contra un muro y de cuyos restos emanan excrecencias, fluidos seminales, todo el detritus de la humanidad.
La precisión y audacia de las imágenes y el lenguaje conforman las herramientas que maneja magistralmente el autor para dejar entrever, entre las sombras de una existencia sin esperanzas, pequeños atisbos de luz: el empuje irracional del deseo, las confesiones más íntimas del personaje, la posibilidad remota de una vida que quizás pueda llegar a ser una realidad ligeramente amable, necesariamente humana; porque —nos deja entrever— es la última posibilidad que nos quedaría, aupados tal vez por la leve gracia de los desnudos, que se reservan la única pizca de belleza, la última luz de esperanza.
Es esta una novela que se desenvuelve como un carretel de hilo que se desmadeja sobre un charco, entre piedras, sangre y la obsesión por la belleza; apegada al yo de un personaje por el que sentimos toda la escala de emociones posibles, a quien queremos acompañar unas veces en sus aventuras, odiar o aniquilar otras, acudir en su ayuda y salvarlo, rechazarlo y lanzarlo bien lejos… hasta llegar a odiarnos. Y más allá de ese ser prismático, una galería de personajes que se perfilan o se desdibujan en las tinieblas de la miseria y la intimidad de los deseos desenfrenados.
Es el lenguaje escogido con la maestría de un pincel y la elegancia del filo de una navaja que protege la vida de quien la porta, escondida siempre en sus bolsillos.
Alberto Garrido se reafirmó hace ya mucho tiempo, desde sus primeras obras —entre las cuales estuvo esta en su primera edición en el 2000—, como uno de los nombres imprescindibles de la literatura cubana y uno de los más relevantes de su generación. Sus obras siguientes no han hecho más que confirmar el presagio que dejó establecido desde su sonado debut.
Esta es una cita de La leve gracia de los desnudos:
“La lluvia continuó con su empecinada violencia durante el entierro. La tarde ennegrecida convertía a los cuerpos en líquidas sombras que poco a poco comenzaron a salir de la explanada, abandonando sus rostros serios para sumarse al disfraz de la vida. Los seguí en silencio, como un espíritu obsesor, preguntándome qué era yo, qué sería en lo adelante”.
Gracias, Alberto Garrido, hermano. Gracias a ustedes por acompañarnos en el elogio a este señor escritor.
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